“Vos nunca tuviste el
compromiso de venir a buscarme y yo nunca tuve el compromiso de esperarte. Ni a
eso nos comprometimos” dijo Sonia. Después de decirlo fue que la invadió un
dolor inmenso en el pecho. Una picazón desconocida por todos los rincones de su
cerebro. Sabía que había enunciado una verdad que la lastimaba, que la hacía
enfrentarse a la realidad. Él no pudo decir mucho. Siempre las palabras de ella
lo habían dejado atónito. No era que no sabía cómo retrucarlas; la diferencia
residía en que ella lo hacía con una agilidad impulsiva casi guinesca y él podía emitir el mismo
contenido, pero le llevaría mucha frialdad de pensamiento para alcanzarla.
Después de eso
vinieron las dudas. El racconto del tiempo transcurrido. De lo dicho, lo no
dicho, lo implicado, lo entendido, lo que siempre les había obstaculizado el
vínculo: la interpretación. ¿Cuántas de las cosas ficticias se habían hecho
realidad de haber sido tanto tiempo recreadas en sus cabezas? ¿Acaso uno de
imaginarse situaciones no se auto-convence de que en realidad existieron? Sonia
no volvió a hablar, estaba deshecha en un nuevo maremoto de pensamientos. El
médico le había recomendado, que cuando sintiera que el aluvión de
pensamientos, hipótesis y probabilidades invadiera su mundo interno, se relaje
y descanse -cual enfermo de corazón con un poco de presión alta. Él, como antes
dijimos, no pudo contestar y partió.
Sonia lo había
imaginado, recreado, pero no; nunca lo había vivido. Nunca creyó que sucedería.
Una vez más, confió en que las cosas serían diferentes. Esta vez no tenía por
qué salir mal. Creyó entender los motivos por los cuales se sucedían los
hechos, pero por momentos temía sucumbir en la culpa. Empezó a perder el
control de los recuerdos. Ya no sabía si las situaciones le habían sucedido o
no. Recordaba diálogos con lujo de detalle pero al repensarlos se daba cuenta
que eran de su propia creación. Tuvo que recurrir a las cosas archivadas que
tenía para poder creer en lo que había hecho. Era ese ataque de duda que le
agarraba, ese ataque en donde ponía en tela de juicio todo lo que hasta ese día
había hecho. Todo lo que la locura de ciencia la había llevado a hacer. Por
suerte tenia evidencia tangible, sino cualquiera que no la conoce – y algunos
que sí la conocen muy bien- hubiesen jurado que estaba loca.
Él, desde la frase de
Sonia parecía haberse quedado mudo. Un estado de sonambulismo lo dominaba. Todo
volvía a suceder en cámara lenta, mientras su cuerpo, inerte, se dirigía al
auto. Se sentó, apoyo las manos sobré el volante y las miró. Tratando de
reconocerlas, tratando de comprender que ese cuerpo era el suyo, que esa
actitud respondía a sus decisiones. Sentía ganas de que le pase algo diferente
pero no. Ahí estaba, sosteniendo lo que creía le iba a hacer bien. Poca era la fuerza
que ejercía la posibilidad de volver a bajarse, tocar timbre decir que quería
compartir su “rareza”. Era mayor la fuerza de investigar, de llegar al fondo de
ese estado que parecía ser de otro, que parecía ser completamente nuevo en su
vida. Puso en marcha el auto, rogando que Sonia no abra la puerta y lo salga a
buscar; rogando que Sonia abra la puerta y le pida que la abrace. Respiró
profundo, sintió las ganas de llorar ya casi incontrolables, puso primera y
arranco. Sabía que no iba a retroceder, pero seguía mirando por el espejo
retrovisor como buscando algo… esperando algo que lo haga entender. Entonces
sí. Entonces lloró. Lloró con esa fuerza que se llora pocas veces. Le salió el
llanto del dolor del nene que se le rompe su juguete favorito y eso parece
desgarrarle las cuerdas vocales. Se sentía extraño e incómodo sumergido en ese
llanto, pero sabía que no lo podía frenar. Si lo hacía, rebalsaría de amargura
y no quería.
Sonia esperó que el
timbre sonara, esperó que su celular vibrara. Esperó. Espero con la certeza de
que nada de lo que esperaba iba a suceder, muy dentro suyo había entendido que
las cosas como estaban ya no podían seguir. Aún así, pasaban los minutos y
seguía esperando. No quería que le duela como ya le había dolido antes, no quería
aceptar la idea de que él se había hecho –sin querer- tan parte de su vida. Se
sentó en la cocina con la mirada perdida, perdida ella toda. Chequeó que el
teléfono anduviera bien, que tuviera señal. Pensó en mandar un mensaje diciendo
algo, tan sólo algo para recibir respuesta, porque la realidad era que ya no
tenía más nada que decir. Las lágrimas vinieron solas, como si fueran parte de
un proceso natural. Cada vez que cerraba los ojos las gotas calientes le recorrían
las mejillas. Estaba sorprendida porque no tenía esa tos que generalmente
genera el llanto, ese espasmo en el pecho que no deja respirar, el “sollozo”
como le llaman los más experimentados. Sólo lágrimas. Claro, Sonia no sabía y
mucho menos se imaginaba que él también estaba llorando camino a su casa.
Después de un rato de
quedarse inmóvil en su shock propio se fue a dormir sin energías para aceptar
la realidad que le tocaba. Él mientras tanto seguía llorando, pero no sólo por
Sonia, sino por todo lo que le pasaba: porque era la primera vez en su vida que
sentía que se había dejado llevar por eso que tanta gente llama emociones.
Sabía que estaba llorando tristezas vencidas, otras tantas que ya no tenían
fecha de elaboración y hasta tenía la sensación de estar adelantando algunas
lágrimas. Llegó y también se fue a dormir, en paz.
La paz reinaba en dos
cuartos de la misma ciudad. Dos personas estaban tristes pero a la vez esa
tristeza les permitía estar en paz con ellos mismos. No era casualidad que por primera
vez en sus vidas se pusieran primeros,
se animaran a pedir lo que ellos necesitaban, a ser los primeros en escucharse;
en reclamar lo que creían merecer. No era casualidad. Nada era casual, nada era
como siempre, todo tenía el tinte de lo especial, del respeto, de las no ganas
de repetir viejas historias. Las ganas de poner a prueba tantas charlas de demostrarle al mundo que quizás la gente
podía ser sincera.
Al pasar los días las
fotos que alguna vez habían sido el refugio ante la distancia y el consuelo
para la espera se transformaron en el estigma del recuerdo, en el estímulo para
la congoja. Ver el nombre del hombre que le había robado tantas sonrisas,
tantas ilusiones, que le había permitido volver a tener la ilusión de creer en
el amor, y de creer que podía haber otra forma de quererse que no fuera su
tosca dureza, le hacía mal. Con él había aprendido a dejarse querer. Había
encontrado el gusto en lo trivial, había empezado a convencerse de que no todo
era como su soberbia le permitía verlo. Había redescubierto los miedos a que
las cosas no funcionen, a que otra persona pueda modificar su estado de ánimo.
Tuvo que reaprender a ser compasiva, paciente. Reaprendió a mimar, más no sea
por internet, a hacer sentir seguro a otro. Aprendió que aprender no era fácil,
volvió a sentir lo que era extrañar. Casi pudo percibir la caricia diaria de
tener quien se preocupa por uno. Casi le estallaba el corazón en los momentos
en que él le hacía acordar lo que era la sorpresa de una persona muy querida.
Pero ahora todo eso ya
no estaba. Había quedado inerte, flotando en los cables de internet. En alguna
fibra óptica se hospedaban todas las cenas que iban a tener, todos los libros
que se iban a leer. En alguna carpeta temporal quedaban selladas las ganas de
besarse, tocarse, acompañarse. Quedaron flotando en la tecnología las charlas
cara a cara, los vinos y tantas otras cosas más. Algunas sensaciones habían
quedado bien plasmadas en sus manos: el recuerdo de acariciarlo como si no
hubiera mañana, el abrazo que los contuvo durante muchos minutos cuando se
vieron después de pensarse tanto. La sensación de extrañar y no estar lejos,
los cuatro días de lo lindo de estar cerca. Pero todo eso ya no estaba. Sí
estaba el nombre, como lo había estado siempre, impreso en una lista, en la
pantalla de su computadora. También tenía un oso de peluche, un juego de tazas
de café y una cara de comedia, que cada vez que miraba, menos sonrisas le
transmitía todo. Pero todas esas cosas, y ese nombre en la pantalla no eran lo
peor que le quedaba a Sonia de él, lo peor que le quedaba a Sonia y hacía de
sus días por momentos un calvario y por otros un cielo celeste muy nítido era
la duda. Sonia se iba a dormir todas las noches pensando qué era lo que el destino
le quería enseñar con esto. Quería entender qué había pasado, qué había salido
mal. Hubo momentos en que tenerlo tan cibernéticamente cerca le jugaba una mala
pasada. Seguido a que ella sentía la libertad de poder hablar con él
absolutamente todo lo que le pasaba optó en varias ocasiones por transmitirle
su malestar. Se escuchaba cambiando el discurso en un acto desesperado por
aliviar su dolor, su desilusión. Le dolía no sólo que no haya sido, sino descubrir
que él no era tan maravilloso como lo había imaginado. Jugaba con la situación
como su ánimo lo predispusiera. Optó por aceptar las reglas del juego, luego se
arrepintió. Se sintió una idiota siendo tan extremista. Luego la invadió una
memoria emotiva que fue la visión que la llevó a tomar la siguiente decisión.
El mero vestigio de pasar por situaciones similares a su pasado y verse
envuelta en actitudes que coartaban su diario transcurrir la llevaron a decidir
sacarlo definitivamente de su vida.
Esa actitud drástica y
de novela que la caracterizaba. Nunca había sido el cliché de la mujer
histérica, no iba a empezar a serlo ahora. Después de creer que las charlas
eternas que mantenían por teléfono significaban algo, se dio cuenta que no eran
nada. Así fue que un día, escribió un mail largo en el que trataba de explicar
lo que ya en ella era un embrollo y acto seguido lo borro de su principal
vínculo: msn y skype. Anotó el día y se juró no insistir en pensar en algo que no
la llevaría a nada. Tenía que despedirse
al menos de ese tipo de relación con él, de eso que iba a ser, de que todo
indicaba que se iba a dar, había desaparecido. Admitió la tristeza del fracaso,
el dolor inmenso en el pecho y, por primera vez, al teléfono con una amiga pudo decir: “es que
estoy triste, inmensamente triste y me duele el corazón”.
Era una decisión
sincera, no era histérica. No esperaba que genere una reacción pero sabía que
en el cliché, quizás la generaba. Él ponía en práctica su estructura fiel, o
quizá, seguía siendo más fiel a sus sentimientos: no hizo nada. Cuando leyó ese
mail, después de una de las que se transformaría en un debate más sobre su
situación con Sonia; no tuvo más que decir. Él también estaba cansado y triste;
el temía haberla lastimado y esa idea lo penetraba en lo más hondo de su
conciencia.
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