jueves, 13 de febrero de 2014

La despedida de Sonia

“Vos nunca tuviste el compromiso de venir a buscarme y yo nunca tuve el compromiso de esperarte. Ni a eso nos comprometimos” dijo Sonia. Después de decirlo fue que la invadió un dolor inmenso en el pecho. Una picazón desconocida por todos los rincones de su cerebro. Sabía que había enunciado una verdad que la lastimaba, que la hacía enfrentarse a la realidad. Él no pudo decir mucho. Siempre las palabras de ella lo habían dejado atónito. No era que no sabía cómo retrucarlas; la diferencia residía en que ella lo hacía con una agilidad impulsiva casi guinesca y él podía emitir el mismo contenido, pero le llevaría mucha frialdad de pensamiento para alcanzarla.

Después de eso vinieron las dudas. El racconto del tiempo transcurrido. De lo dicho, lo no dicho, lo implicado, lo entendido, lo que siempre les había obstaculizado el vínculo: la interpretación. ¿Cuántas de las cosas ficticias se habían hecho realidad de haber sido tanto tiempo recreadas en sus cabezas? ¿Acaso uno de imaginarse situaciones no se auto-convence de que en realidad existieron? Sonia no volvió a hablar, estaba deshecha en un nuevo maremoto de pensamientos. El médico le había recomendado, que cuando sintiera que el aluvión de pensamientos, hipótesis y probabilidades invadiera su mundo interno, se relaje y descanse -cual enfermo de corazón con un poco de presión alta. Él, como antes dijimos, no pudo contestar y partió.

Sonia lo había imaginado, recreado, pero no; nunca lo había vivido. Nunca creyó que sucedería. Una vez más, confió en que las cosas serían diferentes. Esta vez no tenía por qué salir mal. Creyó entender los motivos por los cuales se sucedían los hechos, pero por momentos temía sucumbir en la culpa. Empezó a perder el control de los recuerdos. Ya no sabía si las situaciones le habían sucedido o no. Recordaba diálogos con lujo de detalle pero al repensarlos se daba cuenta que eran de su propia creación. Tuvo que recurrir a las cosas archivadas que tenía para poder creer en lo que había hecho. Era ese ataque de duda que le agarraba, ese ataque en donde ponía en tela de juicio todo lo que hasta ese día había hecho. Todo lo que la locura de ciencia la había llevado a hacer. Por suerte tenia evidencia tangible, sino cualquiera que no la conoce – y algunos que sí la conocen muy bien- hubiesen jurado que estaba loca.

Él, desde la frase de Sonia parecía haberse quedado mudo. Un estado de sonambulismo lo dominaba. Todo volvía a suceder en cámara lenta, mientras su cuerpo, inerte, se dirigía al auto. Se sentó, apoyo las manos sobré el volante y las miró. Tratando de reconocerlas, tratando de comprender que ese cuerpo era el suyo, que esa actitud respondía a sus decisiones. Sentía ganas de que le pase algo diferente pero no. Ahí estaba, sosteniendo lo que creía le iba a hacer bien. Poca era la fuerza que ejercía la posibilidad de volver a bajarse, tocar timbre decir que quería compartir su “rareza”. Era mayor la fuerza de investigar, de llegar al fondo de ese estado que parecía ser de otro, que parecía ser completamente nuevo en su vida. Puso en marcha el auto, rogando que Sonia no abra la puerta y lo salga a buscar; rogando que Sonia abra la puerta y le pida que la abrace. Respiró profundo, sintió las ganas de llorar ya casi incontrolables, puso primera y arranco. Sabía que no iba a retroceder, pero seguía mirando por el espejo retrovisor como buscando algo… esperando algo que lo haga entender. Entonces sí. Entonces lloró. Lloró con esa fuerza que se llora pocas veces. Le salió el llanto del dolor del nene que se le rompe su juguete favorito y eso parece desgarrarle las cuerdas vocales. Se sentía extraño e incómodo sumergido en ese llanto, pero sabía que no lo podía frenar. Si lo hacía, rebalsaría de amargura y no quería.

Sonia esperó que el timbre sonara, esperó que su celular vibrara. Esperó. Espero con la certeza de que nada de lo que esperaba iba a suceder, muy dentro suyo había entendido que las cosas como estaban ya no podían seguir. Aún así, pasaban los minutos y seguía esperando. No quería que le duela como ya le había dolido antes, no quería aceptar la idea de que él se había hecho –sin querer- tan parte de su vida. Se sentó en la cocina con la mirada perdida, perdida ella toda. Chequeó que el teléfono anduviera bien, que tuviera señal. Pensó en mandar un mensaje diciendo algo, tan sólo algo para recibir respuesta, porque la realidad era que ya no tenía más nada que decir. Las lágrimas vinieron solas, como si fueran parte de un proceso natural. Cada vez que cerraba los ojos las gotas calientes le recorrían las mejillas. Estaba sorprendida porque no tenía esa tos que generalmente genera el llanto, ese espasmo en el pecho que no deja respirar, el “sollozo” como le llaman los más experimentados. Sólo lágrimas. Claro, Sonia no sabía y mucho menos se imaginaba que él también estaba llorando camino a su casa.
Después de un rato de quedarse inmóvil en su shock propio se fue a dormir sin energías para aceptar la realidad que le tocaba. Él mientras tanto seguía llorando, pero no sólo por Sonia, sino por todo lo que le pasaba: porque era la primera vez en su vida que sentía que se había dejado llevar por eso que tanta gente llama emociones. Sabía que estaba llorando tristezas vencidas, otras tantas que ya no tenían fecha de elaboración y hasta tenía la sensación de estar adelantando algunas lágrimas. Llegó y también se fue a dormir, en paz.
La paz reinaba en dos cuartos de la misma ciudad. Dos personas estaban tristes pero a la vez esa tristeza les permitía estar en paz con ellos mismos. No era casualidad que por primera vez en sus vidas se pusieran  primeros, se animaran a pedir lo que ellos necesitaban, a ser los primeros en escucharse; en reclamar lo que creían merecer. No era casualidad. Nada era casual, nada era como siempre, todo tenía el tinte de lo especial, del respeto, de las no ganas de repetir viejas historias. Las ganas de poner a prueba tantas charlas  de demostrarle al mundo que quizás la gente podía ser sincera.

Al pasar los días las fotos que alguna vez habían sido el refugio ante la distancia y el consuelo para la espera se transformaron en el estigma del recuerdo, en el estímulo para la congoja. Ver el nombre del hombre que le había robado tantas sonrisas, tantas ilusiones, que le había permitido volver a tener la ilusión de creer en el amor, y de creer que podía haber otra forma de quererse que no fuera su tosca dureza, le hacía mal. Con él había aprendido a dejarse querer. Había encontrado el gusto en lo trivial, había empezado a convencerse de que no todo era como su soberbia le permitía verlo. Había redescubierto los miedos a que las cosas no funcionen, a que otra persona pueda modificar su estado de ánimo. Tuvo que reaprender a ser compasiva, paciente. Reaprendió a mimar, más no sea por internet, a hacer sentir seguro a otro. Aprendió que aprender no era fácil, volvió a sentir lo que era extrañar. Casi pudo percibir la caricia diaria de tener quien se preocupa por uno. Casi le estallaba el corazón en los momentos en que él le hacía acordar lo que era la sorpresa de una persona muy querida.

Pero ahora todo eso ya no estaba. Había quedado inerte, flotando en los cables de internet. En alguna fibra óptica se hospedaban todas las cenas que iban a tener, todos los libros que se iban a leer. En alguna carpeta temporal quedaban selladas las ganas de besarse, tocarse, acompañarse. Quedaron flotando en la tecnología las charlas cara a cara, los vinos y tantas otras cosas más. Algunas sensaciones habían quedado bien plasmadas en sus manos: el recuerdo de acariciarlo como si no hubiera mañana, el abrazo que los contuvo durante muchos minutos cuando se vieron después de pensarse tanto. La sensación de extrañar y no estar lejos, los cuatro días de lo lindo de estar cerca. Pero todo eso ya no estaba. Sí estaba el nombre, como lo había estado siempre, impreso en una lista, en la pantalla de su computadora. También tenía un oso de peluche, un juego de tazas de café y una cara de comedia, que cada vez que miraba, menos sonrisas le transmitía todo. Pero todas esas cosas, y ese nombre en la pantalla no eran lo peor que le quedaba a Sonia de él, lo peor que le quedaba a Sonia y hacía de sus días por momentos un calvario y por otros un cielo celeste muy nítido era la duda. Sonia se iba a dormir todas las noches pensando qué era lo que el destino le quería enseñar con esto. Quería entender qué había pasado, qué había salido mal. Hubo momentos en que tenerlo tan cibernéticamente cerca le jugaba una mala pasada. Seguido a que ella sentía la libertad de poder hablar con él absolutamente todo lo que le pasaba optó en varias ocasiones por transmitirle su malestar. Se escuchaba cambiando el discurso en un acto desesperado por aliviar su dolor, su desilusión. Le dolía no sólo que no haya sido, sino descubrir que él no era tan maravilloso como lo había imaginado. Jugaba con la situación como su ánimo lo predispusiera. Optó por aceptar las reglas del juego, luego se arrepintió. Se sintió una idiota siendo tan extremista. Luego la invadió una memoria emotiva que fue la visión que la llevó a tomar la siguiente decisión. El mero vestigio de pasar por situaciones similares a su pasado y verse envuelta en actitudes que coartaban su diario transcurrir la llevaron a decidir sacarlo definitivamente de su vida.

Esa actitud drástica y de novela que la caracterizaba. Nunca había sido el cliché de la mujer histérica, no iba a empezar a serlo ahora. Después de creer que las charlas eternas que mantenían por teléfono significaban algo, se dio cuenta que no eran nada. Así fue que un día, escribió un mail largo en el que trataba de explicar lo que ya en ella era un embrollo y acto seguido lo borro de su principal vínculo: msn y skype. Anotó el día y se juró no insistir en pensar en algo que no la llevaría  a nada. Tenía que despedirse al menos de ese tipo de relación con él, de eso que iba a ser, de que todo indicaba que se iba a dar, había desaparecido. Admitió la tristeza del fracaso, el dolor inmenso en el pecho y, por primera vez,  al teléfono con una amiga pudo decir: “es que estoy triste, inmensamente triste y me duele el corazón”.


Era una decisión sincera, no era histérica. No esperaba que genere una reacción pero sabía que en el cliché, quizás la generaba. Él ponía en práctica su estructura fiel, o quizá, seguía siendo más fiel a sus sentimientos: no hizo nada. Cuando leyó ese mail, después de una de las que se transformaría en un debate más sobre su situación con Sonia; no tuvo más que decir. Él también estaba cansado y triste; el temía haberla lastimado y esa idea lo penetraba en lo más hondo de su conciencia. 


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