Resulta que
esta debe ser la mudanza más larga en la historia de mis mudanzas. Mejor dicho,
no sé si es la más larga lo que mejor
la describe, es la más en cuotas que
hice. Porque convengamos que hay distintos tipos de mudanzas: la primera -esa
que hacés cuando te vas de lo de tus viejos es generalmente la primera tuya solo y es una de las más largas.
Porque si ya te mudaste con tu familia la consigna era clara: te llevás todo, de acá nos vamos. Pero cuando
te vas de lo de tus viejos, tu viejos siguen siendo tus viejos y entonces dejas
cosas que “luego” vendrás a buscar. Ropa que todavía no te llevas porque no
tenés placar, no estás acomodado y “bueno, ya la vendré a buscar”. Y, en
realidad, es una buena estrategia para no decidir entre “lo regalo, no lo regalo”.
La mudanza de lo de tus viejos es en cuotas pero más esporádicas –a menos
que ellos se muden, claro- pero uno de vez en cuando, en algún almuerzo en que
la casa de los viejos es la “sede central”
busca alguna que otra cosita que se olvidó. A veces bajo la presión
insoportable generalmente de la madre, tiene que ordenar y ponerse a mirar y
tirar lo innecesario y trasladar a la propia casa (donde sabe que ya no le
entra nada) lo que quiera quedarse. Y así uno quizás nunca se mude del todo de
la casa matriz, qué loco, ¿no?
Después hay
otras mudanzas, las del medio. De lo de mis viejos me mudé a vivir sola. Ahí
fui más o menos inventariando un poco mi vida, mis haberes. Empecé a tener
propiedades copadas como una heladera y un claro panorama de qué cosas
resultaron ser tan importantes como para mudarlas. De a poco fui acomodando,
fui tirando más. Cuando ordenas una vez que te mudaste se viene otra selección.
Ahí te sincerás una vez más con vos misma y te confesas con una honestidad
brutal, súper triste pero real, que esa remera, ese pantalón te quedaban
hermosos a los veinte, pero ahora ya no y aunque te entrasen, tu cuerpo ya es
otro, hay que regalarlo, hay chicas a quienes les va a quedar mejor o incluso
lo necesiten. ¿Y los recuerdos? Problemón. Nunca se sabe bien cuánto se
recuerda por lo que uno tiene material frente a uno y cuánto por lo que ese
recuerdo permanece en nuestra memoria. A fuerza de mudanzas no sabés cuánto
ampliás tu disco rígido en la memoria del corazón y el cementerio de pasado. Te
jurás que te vas a acordar, que no necesitas la entrada al cine de tu primer
novio; que las tarjetas de ir a bailar ya pueden pasar a otro tiempo y que el
collarcito de chupetes de colores transparentes quizás le vengan bien a un
niño. ¿Se lo vas a mostrar a tu hijo? Hasta qué casa lo vas a llevar (porque
encima si sabés que te quedan unas largas mudanzas por delante, tirás el
triple, para ahorrarte en cada mudanza este conflicto, esta tremenda decisión)
Y allá van las billeteras que amabas y te comprabas, las cartucheras, los
papeles de cartas… Los álbumes de stickers
NO. Con eso no. Todavía no pude.
Y ahí cuando
vivís sola, en el día a día, vas comprobando qué cosas querés tener cerca y
cuáles lejos. Te das cuenta que algunas cosas no te importa como sean, lindas,
feas, hay que tenerlas y a “pan regalado
no se le miran los dientes”. Entonces te quedás con cucharones de la
prehistoria, jarras que no son de las más lindas pero súper funcionales. El
colador que venga como sea mientras venga. Toallas viejas son bienvenidas, no
me importan ni me importará nunca la estética de las toallas ni de las sábanas.
Mientras estén limpias. Y así amás poder poner la yerba en tu mate turquesa, de
tu pava turquesa y sacás la yerba de ese frasco a lunares que hace un año lo
tenés adentro de la heladera nueva desenchufada en casa de tus padres sin usar,
donde vas metiendo todo lo que estas
acumulando, todo lo que en definitiva será tu casa. Porque la casa es lo que lleva
dentro. Y ahí sabes que esas cosas son tu base, tu “expectativa mínima”. Sabés que sin tele con DVD (no querés canales)
no podés vivir. Sabés que la música tiene que estar, internet también. En esa
época sabía que era una ducha, baño, tiempo después comprobaría que podía vivir
aún con menos.
Y así fue
que de mi inventario casi recién terminado me fui a convivir. Esa mudanza fue
fácil, muy fácil en cuanto a dejar el lugar. Había que embalar TODO. Hacía un
año que me había mudado, no había necesidad otra vez de la clasificación de
productos, creía yo. Todo adentro. Llegamos… no entra todo, hay poco lugar, es
decir, ahora el lugar se comparte… Tuve suerte, el lugar al que me mudé no
tenía casi nada con lo cual conservé “mi
casa”. Mi mesa, mis sillas verdes, mis cortinas a lunares, mi conejo del
cual sale algodón de la colita –mejor dicho, el algodón es su colita- mis frascos, mi vajilla, mi heladera. Me fui con todo
ahí, por suerte mi conviviente aceptó feliz toda mi familia. Esa familia que es
casi toda hoy la que siempre quiero que esté conmigo. En esta mudanza se
sumaron amigos, porque ahora éramos dos. Ahora la mudanza era de a dos. Un
juego de sillones de algarrobo hermosísimo -feliz de recibirlos como parte de
mi patrimonio. Luego también llegó un placar, un lavarropas (primera adquisición
en sociedad). Y así conformamos una casa feliz, con trofeos negociados,
tratando de esconderlos cada día; con canchas de básquet colgadas de la pared,
con mates de adorno. Tratando de que la casa no pierda el estilo, tratando de
que mi casa siempre parezca mi casa.
Después de
esa nos toco mudarnos a la casa quinta de mis padres que con un amor desmedido
nos ofrecieron y nosotros sin dudas agradecimos y recibimos. Primer mudanza
rara y el lugar donde viviríamos era raro. Todas las mudanzas a lugares que no
son propios tienen esa tristeza, o no sé cómo llamarle inicial y permanente de
que “no es tu casa”. Pero ¿qué es tu
casa? ¿Por qué no es tu casa? ¿Qué te impide que el lugar no sea tuyo? Bueno, por
suerte uno aprende con el tiempo a hacerse de todos los lugares su casa sin “intervenirlos” (que top que estuve,
aunque ahora “intervenir” significa
eso, compartir el lugar sin modificarlo). Hay dos cosas claves que te jode
hacer como pintar, agujerear. Pero el agujero se tapa, lo tapan (lo comprobé en
la primera mudanza) y la pintura, de todas maneras tenés que volver a pintar
antes de dejarlo. El que no sea tu casa es perjudicial en cuanto a que no
podemos ver las cosas como definitivas y creo que eso es lo que más nos
molesta. Pero si lo vemos como algo positivo, como la capacidad de adaptarnos,
la capacidad de mutar, de convivir, de hacerse de lo poquito que a uno lo hace
sentir en su casa es una experiencia genial. De tanto mudarme aprendí a
despojarme de muchas cosas, a no depender de tantas cosas materiales para mi
felicidad. Es como que comenzás a revalorar lo simple, lo sencillo, la realidad
de convivir con lo necesario.
Acá,
convivíamos con muebles que ya existían, con una casa habitada. Las intervenciones
tenían que ser cuidadosas y en algunos casos convivir con lo más feo. Pero el
lugar era hermoso y no tardamos, sólo con dos cortinas a lunares, el horóscopo
chino colgado de la cortina y la máquina de coser nueva antigua en comenzar a
sentirnos en casa.
Creo que la
más difícil y en la que no logré sentirme en casa fue (y preparate porque me
caigo redonda cuando lo escribo) cuando tuve que ir a vivir a 36, a mi casa de
origen. Una casa enorme, con muebles tan lejos de mi elección, con
disposiciones incómodas para mi gusto. Con una dificultad para ver las cosas en
un ambiente o armonía. Mucha distancia entre todo. Una cosa buena de las
mudanzas: que te vas armando tu casa ideal gracias a todas las casas previas en
las que viviste: ya viviste en una con dos plantas, mmm, no te copa mucho, pero
la pieza arriba con la vista… puede ser. Viviste en una casa con la cocina
llena de estantes, es hermoso pero súper sucio. Tuviste bañadera súper grande,
cadena de todo tipo. Tele en la pieza, tele en el comedor. Ventanas grandes,
chicas, pequeñas. Y eso ayuda y mucho.
De 36,
gracias a dios a los tres meses volvimos a la casa quinta. Volvimos a ese
lugarcito que tenía mi frasco. Estuve tres meses sin nada que sea de mi casa.
Ni mis frascos, ni mis cortinas, ni mi escritorio con mi amplificador enchufado…nada.
Creo que me salvó que en 36 estaba la máquina de coser de mi abuela. Eso me
hizo sentir en casa. Y la usé, mucho. Eso sí, tuvimos aire acondicionado en la
pieza, plasma con el cable ese que te grabás las novelas… ¡Impagable! Me miré
toda la tele que sabía luego no iba a poder mirar. Me miré todos los
documentales de NATGEO en HD habidos y por haber. Obviamente, como siempre, me
divertí. Tiré muchísimas cosas viviendo en casa de mis padres. Muchísimas. Esas
que habían quedado de la primera vez que me había ido. Creo que más que tirar
uno guarda en su memoria y entiende que eso que palpa con las manos no es más
que una representación física de todo lo que pasa por dentro.
Casa quinta again, ya con más ansias de tener la
casa propia. Ya sabiendo que era el
último año. Pero aun no sabíamos bien de qué. Ojo que las mudancitas por tres
meses fueron estresantes igual. Llevamos sólo lo de todos los días, la ropa, toda
la ropa. El cansancio de mudarse se iba a acumulando.
En la casa
quinta nuevamente, ordenando de nuevo se fueron más cosas. Muchas más. Una cosa
de cada cosa. Nada de dos destapadores, nada de dos abrelatas. Nada de dos de
nada. ¿Para qué? Esa costumbre que tenemos de derrochar. De tener platos para
todos los días, platos para cuando viene gente, platos para cuando… ¡nada de
esperar! Que todos los días la mesa se vea hermosa, que todos los días mi casa
esté linda y yo use todo lo que me da placer. Nada de dejar los perfumes caros
para las fiestas. ¿Cada cuanto tenés una fiesta? ¡Dejá de hinchar! Nada de más,
todo ahora y para usar. Algunos adornos o “cirujeadas”
tenían que esperar… no podés poner todo en una casa que no es tuya y que encima
prontito te vas.
De ahí vino
esta última y quién te dice que viene siendo la más fácil pero más difícil a la
vez. Es la mudanza que más hice en cuotas. Porque la variedad de lugares que
fui considerando mi hogar hicieron que todo se complique un poco, o lleve más
tiempo. Llegamos al mangrullo, creo que no tardé más de 10 minutos en colgar
unos banderines, una repisita y poner
todos mis frascos de especias ahí. También puse mi cosito para el baño, eso que
se pone para el jabón, algodón, chucherías. En la parte de arriba puse mis
totoras, un mantel a cuadros y fui sintiéndome en mi casa. La carpa
lamentablemente no tiene nada que decorar. Traje dos cajoneras y fui poniendo
la ropa ordenada. Pude tener la ropa mínima que me gusta tener y eso fue bueno.
Pero mudamos poco y nada.
De acá, de
45 días en carpa volví a la plata y traje el primer viaje-mudanza. Ahí vinieron
los platos, vasos, ollas, y los ¡frascos! Me faltaban mis frascos. Lo primero
que compré para mi convivir. Lo
primero que sabía que quería que fuera parte de mi vida todos los días. Y qué
feliz me hace que estén siempre ahí. También tengo la bandeja como tejida color
roja que me regaló mi hermano y cuñada cuando me fui a vivir sola. La amo. Me
hace la cocina. Pero todo eso fue al departamento de Mar del Plata. Porque acá
in the Calet, no había donde ponerlo.
También, obviamente vino un poquito más de ropa, la impresora. Algunos libros
más. El velador, la licuadora y la batidora. El departamento. Semanas después
nos enteramos que podíamos venir a vivir
acá. Esta casa por suerte estaba amoblada pero no mucho. Entonces se puede
combinar. Y lo que tiene la hace rustica, y eso me cae bien. Pero hubo que
mudarse otra vez, de Mar del Plata acá. Más ropa que va y viene. Más cosas que
vuelven a envolverse. ¿Querés que te cuente de las lanas y las totoras? Odio
profundamente tener mi stock de tejido dividido. No me gusta, quiero que todo
esté conmigo. Todos los colores, todos los tamaños de agujas, todo. Cuando uno
crea no sabe por dónde le va a venir la inspiración. Uno no sabe si va a querer
el rojo, el verde, el fucsia. Entonces traslado todo a donde voy. Al mangrullo,
cuando estuve en carpa, me traje el 70 porciento de mis cosas. Dior me castigó,
mis suegros dejaron el tanque de agua abierto y se me mojaron todas. Je. ¡Divino!
Toooodas las totoras esparcidas por el parque secándose…
Todavía hay
cosas en Mar del Plata, en la casa quinta, en 36… Cada viaje a la plata es un
auto lleno de cosas. El segundo fue ropa, más totoras. Auto lleno con cosas que
yo había llevado para vender. En este tercero nos trajimos la tele con el DVD.
Golazo de media cancha. Me traje las pelis milenarias, que como después tuve
tele nunca más les di bola. Cuando yo me fui a vivir sola no tenía tele, entonces
me grabé miles de pelis y recitales, porque yo quiero que la gente venga a casa
a comer y vea recitales, siempre soñé con eso. Tengo series grabadas que ya vi
pero que volvería a ver. Cds que escuchaba en esa época que tampoco tenía
equipo de música, entonces el DVD con la tele eran mi reproductor de música.
Hoy me encuentro en una situación muy parecida a esa y escuchar la música que
escuchaba en esa época me hizo recapitular cómo esta vez se siente tan parecido
a esa donde yo por primera vez me sentí en mi hogar.
Esta tampoco
es mi casa definitiva, pero creo que la próxima ya sí lo será. Ahora la
cercanía es enorme. Es disfrutar de mi casa en el lugar en el que siempre soñé tenerla.
Entonces parece mentira que el frasco, ese que fue comprado para “mi casa”, esta que está a dos cuadras,
haya llegado a la caleta. Y no quiero un frasco nuevo, no me regalen un frasco,
este me encanta. Agradezco haberme mudado tanto porque entendí cómo nos
convencen de comprar, cambiar renovar. No. Hay cosas que no necesitan ser
renovadas, sólo hay que tener lo que nos hace bien, ese detalle que hace de las
paredes nuestro hogar, de nuestra pieza el lugar donde dormimos. De nuestro
comedor el lugar que nos hospeda todos los días. La casa es eso que uno lleva
de acá para allá, eso que uno pone en aquel o tal lugar para sentirse en un
mundo donde “huele a uno”.
Creo que
esas cosas pueden ser pocas, ser significativas y llenarnos de “hogar”. Al
traer la tele y el DVD me volví a encontrar con ellos y con ellos toda la
música que había quedado sin escuchar. Toda la música que por culpa un poco de
la tecnología perdí. Como siempre nos achanchamos en lo cómodo y ya no ponemos
un CD. Escuchamos la música de la compu y ya. Encima cambiás de compu, esa que
tenía millones de discos y cuando te comprás una más chica y no tenés cómo
pasarla… te va quedando. Y seguís escuchando música pero los clásicos a veces
quedan. O esas bandas que escuchaste
fervientemente por un tiempo y como no las tenés a mano a veces dejás de
escucharlas. Volver a escuchar todos esos discos me hizo volver a ese momento donde
emprendía la emancipación, la elección. Donde empecé a elegir cómo dónde y
cuándo quería vivir. Me hizo acordar a cómo lo que salió de allá, llegó acá. Y
acá estamos. No es la última, aún no, pero ya por lo menos tengo mi casa, bien
conformadita, no me falta nada, sólo las paredes, dónde poner las cosas porque
lo que es mi casa ha ido viajando
conmigo de hogar en hogar y espera con ansias anclar en el propio y tener un
poco de descanso.
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