"It is terrible to destroy a
person's picture of himself/herself in the interests of truth or some other
abstraction."
Doris Lessing
De chiquita siempre odié ser mujer. Tengo ese recuerdo
clarísimo grabado en mi memoria, tengo la imagen de reclamarle a mi mamá “¡¿Por
qué no me hiciste varón?!” En ese momento lo que me hacía tener esas
sensaciones y pensamientos era quizá que tenía dos hermanos varones y yo estaba
un poco sola y quería ser parte de ese mundo que tenían ellos dos. Yo quería
hacer pis parada como ellos, y por ende pasé un tiempo largo tratando de
diseñar la postura que me permitiera eso. Yo quería ser como ellos porque ellos
eran más sencillos, más fuertes. No sé hoy por hoy qué era exactamente lo que
en la niñez me hacía querer ser varón. Mirándolo a la distancia, no sé si
quería ser varón; yo quería ser igual.
En la adolescencia los recuerdos son mucho más claros y les
puedo encontrar más explicaciones. La adolescencia de los trece, doce y
bastante tiempo más me generaba un deseo incontrolable de haber nacido hombre.
La bronca, la impotencia de mi condición me hacían cuestionarme por qué a mí me
pasaban cosas por el cuerpo y la vida con una marca tan grande, con una
densidad que me colmaba todas las emociones y ellos, ellos no parecían vivir
(que para ese momento para mí era “sufrir”) lo mismo que yo. Desde ese momento
ya era reflexiva, de chiquita no más y me preguntaba todo con respecto a
nuestras diferencias, desde las cosas más superficiales y triviales que se
encuentran en cualquier chiste machista hasta otras que tenían que ver con
permisos, derechos, actos permitidos por mi condición femenina.
Mi noviazgo en la adolescencia me hizo ver más diferencias. No podía entender por qué me tenía que depilar, pasar por un momento
desagradable como poner una cera caliente sobre muchas partes de mi cuerpo y
tirar ferozmente para que todos mis pelos se vayan. Era un momento que yo podía
entender culturalmente por estética y que aún hoy no puedo resignar, en esa
cosa tan tonta me ganó la cultura, no puedo vivir con pelos y no me gusta
verlos en otras mujeres. Pero cómo deseaba en esos momentos echarle un tarro de
cera a mi novio y hermanos juntos y tirar de sus hermosos vellos enrulados para
que por un momento se dieran cuenta de lo que habían logrado con nosotras, que
hagamos eso todos los meses por ellos. (porque, ¡vamos! algunos lugares si no
es por una razón muy particular podrían haber quedado en la cultura como
intocables).
Las mujeres también sufren, creo yo, mucho más que los
hombres estar “en forma”. Creo que siempre existió eso de que la mujer debe cumplir un rol estético mucho más
estricto que el hombre. El hombre puede dejarse estar, tener uno quilos de más
que pasará desapercibido en una playa cualquiera, la mujer no. Por suerte, creo
que esto ha cambiado un poco pero no tanto. No me explico muy bien de dónde
puede venir esta idea. Pero si revisamos un poco en la historia, siempre las
mujeres aparecen más embellecidas que los hombres (desde un punto d vista
estético externo) y más bellas en su cuerpo. Tanto en las culturas occidentales
de la vieja Europa como en las tribus indígenas de las Américas. Pero también
es cierto que los hombres también tenían cierta belleza que portar: los
europeos con sus trajes magnánimos y los hombres de las tribus no perdían
oportunidad para ponerse aros por donde más les gustara, armarse unas cosas
hermosas para poner sobre su cabeza o collares que le colgaran de su cuello.
Pero siempre eran diferentes a los de
las mujeres, y siempre la historia y el problema ronda sobre lo mismo: la diferencia.
Habían otras cosas que me daban bronca, la primera más “política”
y de “militancia” que me tocó fue cuando quise ir a bailar por primera vez.
Creo que tenía doce o trece años. Algunas amigas mías ya iban a bailar, las
dejaban, pero a mí no. Y mi lucha era constante y no bajaba los brazos y uno de
mis argumentos más fuertes para convencer a mis padres era que ¡mi hermano
mayor había ido a bailar por primera vez a esa misma edad que yo estaba
pidiendo que se me dejara! Y ahí venía la respuesta que, sin querer (queriendo) daban
mis padres: “pero él es hombre”... Nunca lo entendí, ni lo voy a entender.
Debe ser por eso que lloraba incansablemente, sin cesar, porque no entendía qué
tenía de distinto si éramos dos personas idénticas. Pero él es hombre resonaba en
mi cabecita… ¡y qué carajo tiene que ver!
pensaba yo. Hoy sé que mis viejos no eran machistas ni nada por el estilo, todo
lo contrario, mi madre creo que es la razón más clara por la que lucho por la
igualdad entre el hombre y la mujer en mi cotidianidad, porque mi madre no es
ni fue lo que a mí se me pedía que fuera, y de ahí también tanta rebeldía, ¿no?
Me crié con la imagen de mi madre que trabajaba todo el día.
Que siempre hizo lo que quiso, que nunca dejó que nada le impidiera hacer lo
que ella quería en cuanto de limitar sus caprichos y deseos se hablara. Por eso
trabajó y trabaja tanto. Una mina que tuvo tres hijos pero nunca dejó de ser
persona, que nunca dejó que ese rol la consumiera. Tampoco dejó que consumiera
su esencia el rol de esposa. Ella heredó del machismo la parte más superficial,
esa que me torturaba en la adolescencia y cómo va cerrando todo,¿ no? Ella
siempre me decía “que tu novio nunca te
vea con ruleros, que siempre hay que estar linda, que siempre hay que ser una
lady” pero una lady que hace
valer sus derechos; una lady que si
tiene que arremeter arremete y que sobre todas las cosas nunca se iba a dejar
someter por un hombre. Que no es lo mismo a estar perdidamente enamorada de él.
Una mujer que tiene mucho de mujer, tiene mucho de amar incansablemente y con
esa pasión de antaño, de novela del 1800, que por sus hombres dejan todo: pero
todo el corazón, no la vida, que es muy diferente.
La imagen de mi abuela tiene características muy parecidas:
nunca se calló la boca. Sí, vivió la vida de la mujer tana que acompaña a su
marido en las vueltas de la vida, que se embaraza y cuida los niños porque no
hay mucha plata, pero siempre se hizo escuchar y se las arregló para que muchas
de las cosas que sucedían en su vida y su hogar fueran a su manera. Y por
suerte fue mi abuela. Ella también tuvo mucho que ver con cómo yo vería la vida
después. Ella mimaba al hombre que amó como pocas: todos los días de su vida le
dedicaba una parte de su tiempo a él con el amor de quien sabe que está
haciendo las cosas porque quiere y no porque debe. Pero cuando
se trataba de decidir dónde vivir, qué hacer, en qué gastar, ella también hacía
lo que quería opinaba y no paraba hasta conseguir su cometido.
Estas dos mujeres son la más clara descripción de mi presente,
de la mujer como ser, como encanto de la naturaleza ella toda. De la mujer con
su cuerpo, sus curvas, sus cabellos largos o cortos, sus manos, sus miradas, sus
hormonas que hacen de la mujer un ser extraño y fuera de este mundo racional;
la hace un ser genial digno de admiración por tener ese mundito que le habita
dentro de su cuerpo y que hace que sea tan especial. No la mujer como género,
como esa separación de lo que es el hombre. Esa separación existe pero no
debería existir. No la mujer que tiene que hacer ciertas cosas porque se supone
que debe por alguna razón divina o extraña de este planeta. No la mujer que
obra y decide en pos de lo que parece que debería ser. No la mujer que no
cuenta una parte de su historia porque puede “asustar” al hombre.
No quiero comprar el regalo de toda una familia política
porque nací mujer. No quiero tener que pasarme la tarde entera del mes de
diciembre con 45 grados de calor cocinando para las fiestas SOLA porque soy
mujer. No quiero tener que lavar los platos, la ropa, planchar, limpiar, dormir
a los nenes, pensar en la comida y millones de otras cosas más sólo porque soy "mujer." Eso no define a una mujer, eso no hace a una persona mujer, eso no tiene
nada que ver con ser mujer.
La lucha es mucha y en ella mientras tanto caen muchos
soldados. Los hombres tampoco quieren o lo hacen intencionalmente pero nos
obligan a veces. Sin darse cuenta atentan contra lo natural reaccionando de una
manera muy extraña cuando sus mujeres no obran como “deberían” obrar las “mujeres”. Y entonces el miedo lo
paraliza todo. El mero vestigio de sentir que entonces es verdad, que quizás
una tenga que ser “mujer” en el otro sentido, en el más tonto de todos, es
posible. Que si queremos “encajar”
entonces debemos comportarnos como una “mujer”. Y ¿cómo hacer para no caer en
la tentación, en el miedo, en la frustración? ¿Cómo hacer para no sentirnos
derrotadas en el camino, cansadas de explicar que somos iguales, que no me
importa lo que pienses de mí, que no me importa si querés creer que porque hago
un montón de cosas que las “mujeres” no hacen no soy una “mala” mujer. No debería
importarnos. Ni a nosotras ni a ellos. Deberíamos disfrutar de las diferencias
que nos tocaron naturalmente de esas que se nos ofreció en un principio y tanta
felicidad nos dan.
Ahora ya no odio ser mujer. Creo que nací en este cuerpo
para luchar siempre por ser igual (en este oportunidad nos toca hablar de la
mujer). Eso es algo que a uno siempre lo mantiene despierto y atento. Porque
creo que alguna vez todas debemos haber querido ser o intentado ser, o fuimos “esa mujer" que creó la cultura, esa que se construye con mandatos y no con deseos. Y
todas las que alguna vez sentimos eso de “deber” sin saber por qué sentimos lo feo que es no ser libres. Libres de poder decir
lo que queremos, de poder hacer lo que queremos, de poder trabajar de lo que queremos,
de poder expresarnos como queremos.
La fuerza de atracción me llevó a estar rodeada de esas
mujeres también: mis amigas, mis compañeras de trabajo, mis compañeras de la
facultad, las mujeres de mi familia, las autoras con las que me crucé, son todas mujeres hermosas que han
sabido atravesar con mucha cintura el karma de la “mujer construida” y por eso
las admiro y las elijo como mis compañeras de ruta. Las mujeres que lo
intentan, que perciben esa construcción y saben que no quieren vivir de esa
manera. A ellas también les debo mi mujer
porque es a través de tantas charlas y tantas compañías que una se da cuenta de
lo lindo que es ser mujer y lo que vale la pena luchar por ser iguales. Esas
charlas lo valen todo. También creo que los hombres que nos acompañan (por
suerte) han ayudado a construir otra mujer abriendo su mente ellos a entender
este mundo de otra manera, a darse cuenta que ellos también han sido presos de
una figura de “hombre construido” que no tienen por qué creer real ni hacer
cumplir.
Gracias a aquellas mujeres que empezaron a darse cuenta y
lucharon para que hoy seamos muchas más las que podamos disfrutar de ser
mujer.
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