Las dos agujas bailan chocándose suavemente
una con otra para hacer bufandas. Me crié con el tintineo de agujas, a veces de
metal, otras de madera. Mi mamá nunca fue una gran tejedora pero con empeño y
esfuerzo siempre se las arreglaba para tejer, o mejor dicho, siempre estaba
tejiendo algo: si no era un pulóver, era una bufanda. En sus ratos libres, en
el horario de la siesta o después de cenar venían de visita las bolsas con el
tejido de cada una. Lo mío siempre eran bufandas; amaba las dos agujas pero los
puntos más avanzados eran un gran misterio para mí. Un arte de una complejidad
inalcanzable, algo que no creía poder llegar a hacer. De hecho, cada vez que me
equivocaba tenía que recurrir a ella para que me ayude y, aunque me lo explicara,
nunca lo podía descifrar.
Ella hacía pulóveres, trenzas en las tramas,
bordes. Recuerdo observar asombrada cómo se desenvolvía con el tejido, había
una parte de ella muy oculta que aparecía cuando la miraba en esa situación,
una mamá sabía y tranquila, que respondía a otras cosas aparecía a través de
ese saber. Nunca escatimábamos en lana, siempre me compraba la que me gustaba,
o las agujas que faltaban. Siempre hubo lanas en casa, si querías tejer, tenías
lanas, agujas, cosas empezadas, cosas sin terminar.
A medida que pasaron los años seguí tejiendo
como si fuera una religión, llegaba el invierno y yo alguna bufanda me tejía.
Si tenía novio seguramente le tejería una a él también. Seguía teniendo el
mismo problema de la dificultad, y mamá ya no tejía tanto, no tenía tanto tiempo.
Me hacía un pulóver al año -que ahora me arrepiento de haber regalado- pero le
costaba el tema del talle y el tema del tiempo. Pero orgullosa y feliz yo usaba
lo que mamá había tejido, amaba tener una mamá que me tejiera ropa. Ahora la
amo más, ahora la entiendo más.
Las dos agujas siguieron repiqueteando siempre
en el ritmo de mi historia. Nunca faltaron en mi casa familiar, en mi
departamento cuando me fui a vivir sola, nunca faltó el tejido. Tejiendo fui
los hilos, pero las dos agujas no me permitían volar. Siempre me había costado
entenderlas, interpretarlas, pero a la vez, no podía dejar de usarlas. Fascinación por las lanas, las texturas, los
colores, ganas de tejer sin parar los amores.
Después, pasado el tiempo y ya viviendo sola, conocí el Crochet y me hice dueña y
parte de un arte sabio y maravilloso. Esa agujita sola que para mí escondía
secretos mágicos fue quien me hizo ganar confianza en el sencillo arte de
aprehender, transmitir, canalizar y evolucionar. Se hizo mi aliado, confidente y terapeuta; el Crochet, ese
gran, gran amigo mío.
Y con ganas siempre seguía mirando a las dos agujas porque para la ropa no hay como tejer a dos puntas. Siempre me gustó más la
trama de ellas, con más estilo y glamour que las otras. Entonces me aventuré a
prestar atención, a tener paciencia y amor. Y salieron cosas geniales, trenzas,
corazones y pulóveres invernales. Gorros, alfombras y un mundo de sombras.
Hoy volví a las amadas dos agujas, hacía tres años que no tejía con ellas. Me corren
los hilos por las venas, la infancia por la sangre, la madre en el vientre y la
salvia que me acompaña. Saberes infinitos que hoy puedo agradecer, mi gran
madre tejedora que tanto alberga en su saber. Gracias por mostrarme la imagen de la
tejedora, gracias por mostrarme la seguridad de tejer la propia red, la
sabiduría de a pesar de todo, aprender.
La enseñanza del don buscado,
encontrado y trabajado.
Nada llega sin que sea esperado.
Las agujas dibujan el recorrido de la
historia, las dos agujas chocan cantándome las memorias. De la niña que fui, de
la niña que supo tejerse sus bufandas para cubrir su humilde vocecita y
garganta de quién sabe cuántas guerras e infiernos anteriores. Para proteger su
verdad y no volverla a gritar, para proteger su silencio y no perderlo sin
cesar.

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