De repente viste la luz, de repente te das
cuenta que un sueño gigante, de esos de niña, de esos que parecen imposibles,
siempre postergables e improductivos está con vos. Y vas por la noche número veintipico
y la mirás y no lo podes creer. Todos me preguntan qué voy a hacer con ella. Y
por ahora dejarla acá y por ahora disfrutar que llegó, por ahora asumir esta
nueva relación que tenemos ella y yo. Por ahora disfrutar la energía del Sol, el Mar, la luz, el Aire. La Caleta de mi vida, aquella que alguna vez creí que
no era mía, a la que no podía pertenecer. Aquella a la que creí que le tenía
que pedir permiso, y hoy me doy cuenta que ella siempre estuvo acá esperando.
Siempre me recibió con tanto amor y me regaló esta casa rodante, esta Caracola. La casa rodante la compré a media cuadra del terreno donde planté la
semilla de mi otro sueño. A media cuadra del motivo por el que empezaría a
escribir este blog, a pocos sentimientos del amor, a pocas cuadras de la
felicidad. Todo ahí, cerca, todo ahí demostrándome que todo a su tiempo, que a
veces no estamos listos y no estar listo no es un fracaso, todo lo contrario,
no estar listos es saber que falta aprender para disfrutar del todo, no estar
listo para poder trabajar los sueños y no creer que es algo que viene del
cielo, así solo. A media cuadra de donde pasaríamos nuestro primer verano,
nuestra primer aventura, nuestro gran proceso juntas. Juntas con las esencias,
con el tejido, con el dibujo, con la lectura, juntas con todo lo que nos hace
felices, juntas siempre juntas. Juntas compartiendo esa vida de playa hermosa,
esa gente que no hace más que hacerte sentir que la vida es sencillamente
maravillosa.
Animarse a soñar es animarse a todo. Sabía que
lo tenía que hacer pero el vértigo por momentos fue enorme, la ansiedad
demasiada como para creer soportarlo y lo más importante, la pregunta más
repetida ¿Podré? ¿Podré ser responsable y hacerme cargo de que no es solo un juego
de verano, que no es un juguete (¡aunque parece!) que no es una casita de
mentira? ¿Podré? ¿Podré con cualquier reacción? ¿Podré con cualquier circunstancia? ¿Podré con cualquier momento? ¿Estoy preparada para que sea lo que sea? ¿Estoy
segura? ¿Y si no? ¿Y si no puedo? ¿Y si me duele mucho? Y si duele mucho era
porque tenía que doler para que sane, y si me doy cuenta que no puedo será
porque tenía que conocer en profundidad mis límites. Y si cuesta aún más será
porque siempre estamos aprendiendo. Claro que voy a poder, mientras siempre tenga claro que dentro de
mí hay un mundo construido.
Y de la mano de ella estaba él. Pegado a ella
estaba esa casa de barro, el mangrullo donde me fui a vivir cuando me fui a vivir allá. Ese
mangrullo que estaba tan lleno de sueños, de ilusiones, de proyectos. Y claro
que fue fuertísimo verlos a todos ahí juntos y a la vez separados. Clarísima
la imagen, la diferencia, pero a la vez un claro denominador común: sueños y
amor.
Y estar ahí.
Y así fue
que ella me contuvo, ella representó la fuerza, ella me confirmaba una y
otra vez que todo se estaba acomodando en su lugar. La decisión me demostró que
las cosas tienen que suceder y no son ni buenas ni malas, solo son y enseñan y
yo, yo tengo una fortaleza enorme, una convicción aun mayor, yo me hice cargo de quien soy: pedacito por pedacito, amor por amor, sensibilidad por sensibilidad, oscuridad
por oscuridad, y todas mis yo seguimos, como lo hicimos todo el año, aventurándonos en esta vida.
Se me acerca el momento de volver, volver para
saber que vamos a volver, pero hay que despedirse de este naranja intenso, de
hacerme la cama todas las noches. De ir al baño en un baño químico que limpio
cada tres o cuatro días, despedirme de la ducha sentada, despedirme de mi casa
en la playa. De mis ventanitas en el techo, de mis ventanitas antiguas. De las
cortinas escocesas y de los estampados de almohadón al mejor estilo ochentas.
Despedirme de mi frigobar al que llego desde la cama, despedirme de este verde,
estos pinos este gran aprendizaje que fueron mis 45 días en La Caracola, en La Caleta.
